“Canción sin nombre” de Melina León está inspirada en hechos reales y en específico, en una terrible historia que su propio padre periodista ayudó a destapar en el Perú de los años 80. Es también un drama íntimo sobre trauma emocional que retrata el caos político y social de la época.

Georgina (Pamela Mendoza Arpi) es una joven indígena que vende papas en un mercado. Un día escucha en la radio el anuncio de una clínica que ofrece servicio gratuito a las embarazadas. Al principio todo parece correcto con este lugar, pero al dar a luz, una doctora se lleva a su bebé utilizando pretextos vagos y poco convincentes. “¿Dónde está?”, grita Georgina una y otra vez. Pero no hay respuesta. Al día siguiente, la clínica ha desaparecido.

La historia transcurre en 1988, un periodo de crisis económica, violencia militar y ataques terroristas en donde miles de campesinos indígenas fueron desplazados. La protagonista Georgina es quechua y por lo tanto, sufre de discriminación. Ni siquiera puede poner una denuncia porque no tiene documentos y el gobierno no la reconoce. Para ella no existe la justicia.

Una desesperada Georgina se topa con Pedro (Tommy Párraga), un joven periodista que comienza a investigar su caso. Pedro empatiza rápidamente con Georgina porque también está familiarizado con la marginalización; aunque de clóset, es homosexual en una sociedad profundamente conservadora. De esta manera, “Canción sin nombre” alterna entre las vidas de Pedro y Georgina, ambas unidas por la investigación de una tragedia y el sentimiento de exclusión. Sin embargo, aquí la historia sufre un desbalance y el enfoque principal a Pedro provoca que el personaje de Georgina no termine de desarrollarse. 

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El filme enaltece la dignidad de los pueblos indígenas. A pesar de vivir entre la niebla y en un lugar sumamente pobre, las primeras escenas nos muestran la enorme alegría en la vida de Georgina y su comunidad. La vida está ahí, luego llega el entorno, el gobierno y las autoridades para marginarla y arrebatarle esa alegría.

La fotografía en blanco y negro habla de la época, pero también de la ausencia de calor en la sociedad. Los largos recorridos de Georgina rumbo a la ciudad son enmarcados con una atmósfera audiovisual desoladora que acentúa la pobreza y desesperanza. El diseño sonoro es aplastante. Cada espacio es distinto, las canciones de la radio te transportan a otro lugar, tenemos el poder desolador del mar, la fuerza del viento y cuando es momento de escuchar a la protagonista, León y su sonidista Pablo Rivas se aseguran de que cada atormentado ruego de Georgina sea como una daga al corazón.

La prensa estadounidense ha comparado “Canción sin nombre” con “Roma” de Alfonso Cuarón por su estética en blanco y negro, así como la figura central de una madre. Sin embargo, esta comparación no debería llegar más lejos, pues, más bien, es un triste reflejo de la falta de diversidad en el cine y lo poco acostumbradas que están las audiencias, sobre todo anglosajonas, a tener a una persona indígena como protagonista.

“Canción sin nombre” es un ruego poético, un retrato de la cotidianidad del racismo, una desgarradora pintura de las víctimas de tráfico de menores y además, un recordatorio del rol que debería tener el periodismo para combatir a la corrupción y apoyar a las comunidades infrarrepresentadas. Es un debut impresionante a través del cual Melina León demuestra que, a pesar del paso del tiempo, las estructuras sociales no cambian.

“Canción sin nombre” ya se encuentra disponible en Netflix y es la selección oficial de Perú para el Oscar 2021.