Aunque alguna de ellas no sea de tu agrado, cuando ves una película de Edgar Wright sientes que estás ante el trabajo de un autor en control total de su arte, tanto a nivel técnico como narrativo. Sin embargo, eso no sucede en “El misterio de Soho”. Ni cerca. Aquí, Wright se siente totalmente fuera de su elemento, intentando abordar temáticas de las cuales claramente no entiende nada.
Ellie (Thomasin McKenzie) es una chica de campo que recibe la oportunidad de viajar a Londres para seguir sus sueños y estudiar diseño de modas. Sin embargo, al llegar inmediatamente se topa con acoso de extraños, una roomie egocéntrica y grosera, y un ambiente estudiantil ajeno a su modo de vida en el campo. Además, Ellie tiene un historial de problemas de salud mental y la mudanza a Londres altera su estado emocional; su madre tenía aspiraciones similares de diseño de moda pero se suicidó durante su estadía en Londres, y esa sombra parece acechar a Ellie.
Para escapar del ambiente tóxico, la joven decide alquilar un antiguo cuarto propiedad de la señora Collins (Diana Rigg en su último papel), una anciana con reglas estrictas. Aquí, Ellie comienza a tener extraños y lúcidos sueños sobre una rubia llamada Sandie (Anya Taylor-Joy) intentando convertirse en cantante en el Londres de los años 60. Pero estas experiencias paulatinamente se convierten en pesadillas que alteran la realidad de Ellie.
“El misterio de Soho” goza de un estilo intoxicante. El diseño sonoro y el soundtrack, con canciones de James Ray, Petula Clark y Cilla Black, te barren hacia un vívido mundo nocturno. La sublime edición juega con la fantasía (¿o visión?) de Ellie, alternando posiciones con Sandie para representar efectivamente la relación entre personajes: dos recién llegadas luchando por alcanzar una meta en la ciudad de sus sueños. Cuando la oscuridad comienza a apoderarse de la historia, el director de fotografía Chung-hoon Chung juega con la profundidad de campo y paneos rápidos para crear agobio y confusión. A excepción de problemas en el maquillaje, que en momentos importantes rompe con continuidad y realismo, el apartado audiovisual no tiene fallos. El sello Edgar Wright cumple y con creces, pero esa es la única cualidad del filme.
Después de un primer acto que utiliza acoso y comentarios ofensivos con poca sutileza para crear incomodidad, Wright plantea una romantización de la salud mental de Ellie, quien se ve inmersa en una fantasía aparentemente perfecta. Pero los sueños se convierten en pesadillas cuando Sandie es atrapada en una red de explotación por Jack (Matt Smith), un apuesto hombre cuyas promesas de fama resultan ser trampas. El agobio de experimentar tal horror a través de los ojos de Sandie se derrama en la realidad de Ellie, quien se conduce de manera errática por su vida cotidiana. Su estado mental es peligroso y las alucinaciones que experimenta eventualmente se convierten en una amenaza seria para sí misma y las personas a su alrededor. Es desesperante ver cómo nadie a su alrededor le brinda apoyo real (Podríamos pensar que las visiones de Ellie son producto de algún factor sobrenatural ocasionado por la vivienda, pero comentarios realizados por la abuela y el historial familiar nos dicen otra cosa) ¿Y qué hace Edgar Wright al respecto? El director reduce un tema tan sensible como la salud mental a una especie de súperpoder para ver hacia el pasado y resolver un asesinato. Esto no sería tan grave si la película encarara el problema, pero eso nunca sucede. A pesar de la gravedad del asunto, en las últimas escenas, la mejoría de Ellie es atribuida a la resolución del misterio en vez de a un soporte psiquiátrico o emocional. La salud mental de la protagonista ni siquiera se menciona. Wright está demasiado ocupado en su egocéntrica fantasía como para hacerlo.
Wright y su coguionista Krysty Wilson-Cairns (“1917”) abordan los temas de salud mental y explotación sexual en la industria del entretenimiento, pero lo hacen de manera débil y sin nada importante por aportar a la conversación. Su muy notoria carencia de conocimientos sobre esto adquiere tintes ofensivos cuando, durante el tercer acto, la historia intenta convertir a perpetradores en víctimas. El director intenta crear compasión pero es consumido por la toxicidad de la trama. La película convierte en espectáculo aquello que supuestamente intenta condenar.
Y un gran problema del guion es la unidimensionalidad de los personajes. La roomie solo existe para causar rabia sin motivo aparente: Jack es construido de manera burda, pues se convierte en el diablo de cero a cien; John (Michael Ajao) resulta ser un interés amoroso ideal y siempre fiel a pesar de haber tenido una perturbadora cercanía a ser acusado de violación por una señora blanca por culpa de Ellie, de quien, por cierto, conoce muy poco; a pesar de los excelentes esfuerzos de Thomasin McKenzie (“El poder del perro”), su personaje no logra escapar de la telaraña de gritos, maquillaje corrido y desesperación en donde se encuentra atrapada, creando resultados progresivamente sosos. Nadie se comporta como un ser humano real. La escritura de personajes es deficiente.
A pesar de ser un festín visual y contar con dos fantásticas actrices dando todo para hacer trabajar el guion, “El misterio de Soho” es una película sumamente irresponsable en donde Edgar Wright reemplaza el desarrollo de sus personajes y una exploración de sus propias temáticas, con luces de color, gore y música, eventualmente cayendo en la repetición, el cliché y la ofensa.
“El misterio de Soho” ya se encuentra disponible en cines.