Una gran casa con muchas habitaciones, vajilla lujosa, un gran terreno y retratos de los señores del lugar permanece abandonada, cuidada por dos mujeres que hacen camas, limpian platos, alimentan animales y hasta planchan manteles en una espera perpetua por la visita de los dueños. Esta trama que parecería sacada de un drama de época de hace dos siglos ocurre en la actualidad y es el escenario de Légua, la enigmática película de João Miller Guerra y Filipa Reis.
Emília (Fátima Soares) y Ana (Carla Maciel) se dedican a cuidar una gigantesca propiedad de campo para una familia que vive en Lisboa y nunca va a visitarla. Ana quiere irse a buscar una vida mejor a Francia junto con su esposo (Paulo Calatré), pero de repente Emília enferma gravemente y decide quedarse a cuidarla aunque él se vaya. A la par, Mónica (Vitória Nogueira da Silva), la hija de Ana, se prepara para irse y conocer otras realidades.
Fátima Soares da una interpretación magistral al retratar el deterioro de Emilia: en un inicio se nos presenta como una mujer fuerte, imponente, inflexible. Cuando le dice a Ana que planche un mantel o que se fije en qué cobijas usa, uno puede ver su innegable devoción a la casa, a unos jefes ausentes para los que ella se considera indispensable. Sin embargo, conforme su salud flaquea y su vida se va extinguiendo, Soares se muestra vulnerable, tanto física como emocionalmente. Emilia poco a poco es incapaz de sostenerse a pie, y solo se aferra a la casa que considera su hogar. Es tristísimo e indignante ver cómo el personaje atesora la mansión, mientras los dueños ni enterados están de su situación.
El guion inteligentemente jamás nos muestra a los terratenientes, los mantiene fuera de la realidad de estas mujeres. En su lugar, las diferencias de clases son exploradas de manera sutil, principalmente a través de la mansión, la cual cobra una personalidad propia. Los grandes espacios, el amplio terreno, las fotografías de las generaciones de dueños que han pasado por allí son vestigios de quienes poseen el lugar, pero también son un recordatorio para aquellos que lo habitan de que este no es su hogar, aunque ellas lo cuiden y lo mantengan presentable. La cotidianidad de las protagonistas sirve para entender su cosmovisión y cómo han asimilado el sistema, sobre todo Emília.
En una escena, por ejemplo, cuando Emília está en cama incapaz de moverse y continuar su trabajo, Ana le trae té en una taza finísima. Emília señala que ella no puede usarla, es de la dueña de la casa, pero Ana le dice que las cosas son para usarse. Cuando Emília toma el té su cara es de felicidad absoluta: por primera vez siente que es bienvenida en el lugar al cual le ha dedicado una vida entera.
Los directores usan elementos del terror gótico para explorar la interioridad de sus personajes, de manera similar a como lo hacen The Eternal Daughter y El castillo (esta última sería una perfecta opción para hacer una función doble). La música evoca a un ambiente fantasmagórico y fantástico, así como las tomas de cuartos amplios y vacíos o paisajes llenos de niebla. Y en cierta forma, Légua sí es una historia de fantasmas: los espectros de las viejas costumbres, de toda una forma de ver la vida que poco a poco muere con Emília.
Sin embargo, no todo es perfecto. Aunque el personaje de Mónica tiene el propósito de representar a la nueva generación que se atreve a rechazar el sistema, su integración se siente desconectada de la historia y sus escenas desentonan con el resto de la película. Aunque su desarrollo es coherente con el mensaje, distrae y hace la película más larga de lo necesario.
Légua es un trabajo introspectivo sobre la relación entre patrones y sirvientes en un sistema injusto que invisibiliza a los segundos. Sus dos protagonistas crean una dinámica entrañable, retratada con paciencia y cuidado por sus directores. El resultado es un filme sutil y algo silencioso, pero con mucho que decir.
“Légua” tuvo su estreno mundial en la Directors’ Fortnight de Cannes 2023.
Foto de portada cortesía de THE PR FACTORY.