Gran parte de la belleza del cine es su capacidad de transmitir mensajes poderosos a través de recursos audiovisuales. Si bien la historia es un elemento importante, ésta también es propia del teatro o la literatura: el cine es el único capaz de convertir imágenes y sonidos en experiencias sensoriales que comuniquen ideas complejas sin necesidad de palabras. Este es el caso de Disco Boy, del director Giacomo Abbruzzese, un viaje cinematográfico con tanta forma como fondo.

Alex (Franz Rogowski) es un joven migrante bielorruso que viaja con muchos sacrificios a Francia para unirse a la Legión Extranjera Francesa. Jomo (Morr Ndiaye) es líder del Movimiento por la Emancipación del Delta del Niger (MEND por sus siglas en inglés), grupo militante que lucha contra la destrucción de los recursos naturales en Nigeria por parte de empresas extranjeras. El destino de ambos se entrelaza y tiene consecuencias para ambos.

El guion da suficiente información al espectador para que, incluso aunque no sepa nada del contexto sociopolítico o de estas instituciones, le quede claro a un nivel básico cómo funcionan y qué representan. Esto lo logra no con diálogos o intertítulos explicativos, sino con escenas inteligentemente armadas que nos informan sin sentirse pesadas y que construyen al desarrollo de los personajes. 

La Legión Extranjera Francesa es una rama militar que promete a sus integrantes el pasaporte francés a cambio de cinco años de servicio: es una herramienta que convierte a gente en busca de un futuro mejor en mercenarios y los coloca al servicio de los intereses neocolonialistas de una potencia europea. Alex y Jomo no deberían ser enemigos, no deberían enfrentarse, mucho menos en nombre de una meta tan mezquina, pero esto es lo que ocurre en el mundo actual. La gente gana una nacionalidad a cambio del derramamiento de sangre.

Franz Rogowski (Passages) es el actor ideal para el papel: el director lo eligió por su capacidad de transmitir con su cuerpo emociones profundas y él lo hace a la perfección. Su expresividad y gran talento físico son usados para explorar los conflictos del personaje y su evolución. Disco Boy es una película de sensaciones, por ende su protagonista tenía que ser alguien cuyo cuerpo pudiera comunicar a la audiencia las complejidades imposibles de entender con palabras.

La fotografía y el sonido también tienen un papel fundamental en este viaje de denuncia y descubrimiento. El uso de neones o bellas tomas en medio de la noche responden mucho más que al placer estético, pues emanan el misterio, peligro y las atrocidades a las que Jomo y Alex se ven expuestos, así como a su estado mental. El sonido por su parte es inmersivo, llama la atención sobre sí mismo para meter al espectador en este mundo que parece sacado de una fantasía macabra, donde los elementos sobrenaturales tienen un transfondo social importantísimo pero que es plasmado a través de los sentidos, no de lo panfletario.

Todo esto es acompañado de un score brillante de música electrónica a cargo de Vitalic, que nos recuerda que esta es una historia contemporánea, algo que ocurre en el aquí y el ahora. Hubiera sido mucho más fácil manipular a la audiencia mediante música más tradicional, pero Abbruzzese prefiere dejar que el público saque sus conclusiones, que piense y sea parte del diálogo que entabla con la película.

Disco Boy es el ejemplo perfecto de cómo la experimentación y la exploración de la estética cinematográfica no tienen por qué estar ligados a ejercicios autocomplacientes, sino que pueden darnos obras llenas de reflexión y con mensajes poderosos. En el cine la forma es fondo, y en el caso de esta pieza da como resultado una gran obra de arte política que atrapa a la vez que aporta a nivel intelectual, emocional y técnico.

“Disco Boy” formó parte de la sección Atlas del FICUNAM 2023.