Últimamente las sátiras a los ricos y privilegiados han tenido mucho éxito. Con películas como The Menu, Triangle of Sadness y Glass Onion, se ha demostrado que la gente está interesada en ver las excentricidades y estupidez de aquellos que ostentan el poder. Todas esas personas que disfrutan de estas producciones no pueden perderse El castillo, la nueva docuficción del director Martín Benchimol, un cuento de hadas retorcido sobre las imposibilidades de escalar socialmente en América Latina.

Justina Olivo es una mujer argentina de ascendencia indígena que ha heredado una mansión tan impresionante que le llaman “El Castillo”: con más de 60 hectáreas de terreno, 12 habitaciones, 6 baños y muchos muebles y antigüedades, suena a un sueño hecho realidad. Sin embargo, la antigua dueña de la propiedad, para la que Justina trabajaba como ama de llaves, se la dejó con una condición: que jamás la vendiera. Ahora el castillo de cuento se ha convertido en una prisión imposible de mantener habitada por Justina y su hija Alexia, quienes hacen hasta lo imposible para poder respetar los deseos de la difunta patrona.

De no ser porque el propio director y guionista lo ha dicho en entrevistas, sería imposible notar que esta se trata de una ficción y no de un documental. Benchimol trabajó varios años con las protagonistas y construyó el guion a partir de su historia. El resultado de la estrecha colaboración se nota en pantalla, pues la naturalidad de Alexia y Justina es tal que uno pensaría inmediatamente que todo lo grabado fue al momento, sin ninguna planeación o texto de por medio. Muy similar al clásico Grey Gardens, El castillo se centra en la relación madre e hija, en el deseo de Alexia de huir de este encierro impuesto por su madre, quien no puede dejar ir los roles de clase impuestos por la sociedad: ella bien podría vender la casa, ¿qué le debe a una mujer rica para quien trabajó desde los 5 años? ¿Por qué se siente obligada a permanecer en una casa que solo las consume y aísla más y más?

Este conflicto social es resaltado en brillantes escenas en las cuales la familia de la antigua señora va a “visitar” a Justina sin previo aviso para celebrar el cumpleaños de uno de ellos: mueven los muebles a su antojo, hablan en la mesa con completa prepotencia sobre “cultura” sin dirigirle la palabra a Justina, solo platican con ella para saber chismes de la señora y dedican su tiempo libre a cazar pájaros por diversión o a dormir en la sala como si esa aún fuera su hogar. Estas secuencias están grabadas con muchísimo humor y un gran ojo clínico para señalar los aires de superioridad de las clases altas frente a Justina, así como el miedo de ésta a contradecirlos pese a ser la dueña de la mansión.

Estas escenas contrastan con el día a día de Justina, quien va por la casa en casi un total silencio, acompañada de un inolvidable corderito negro con el que duerme abrazada. Ella trata de llevar una vida sencilla en la cual pueda estar con su hija (quien sueña con ser piloto de carreras automovilísticas) y verse con su novio, al cual solo llama en las noches en el único rincón alejado del terreno donde llega la señal. Sin embargo, este enorme caserón que amenaza con consumirla cada vez más, toma y toma todos sus recursos sin dejar nada a cambio, más que una gran y pesada carga. Esta es una interesante metáfora de cómo las barreras sociales en Latinoamérica son mucho más que solo el dinero, es todo un sistema que busca destruirte si no perteneces a él, que te recuerda constantemente (sobre todo a las poblaciones indígenas) cuál debe ser tu lugar.

La fotografía ayuda con maestría a crear una atmósfera mágica en medio de esta cruda realidad y nos remite  a un cuento de hadas o incluso a terror gótico. Desde amplias tomas con el imponente castillo detrás de Justina, casi observándola y juzgándola, hasta caminatas a través de la niebla en medio del gran terreno, las imágenes mantienen un balance entre el preciosismo y el estilo documental. Aunque visualmente es bellísima, siempre hay una sensación de espontaneidad, como si todo hubiera sido grabado al momento.

Igual de importante es la música, un score muy bello que a ratos de forma misteriosa, a otros de manera chistosa, evoca a la fantasía y a melodramas de los años 50. Las melodías no solo son hermosas y muy ingeniosas, sino que visten a la película con un aire trágico y grandilocuente que suma muchísimo a la atmósfera sin jamás ser abrasivo o atosigante.

El castillo no solo es una gran exploración sobre las dinámicas de clase, sino que es un trabajo maravilloso tanto en el aspecto técnico como narrativo. Una pieza conmovedora y dirigida con mucha seguridad cuyo ritmo impecable y peculiar comedia nos llevan a un universo a la vez mundano y fantástico. Benchimol encuentra magia en la cotidianidad y nos deja importantes reflexiones en el proceso.

“El castillo” tuvo su premiere norteamericana en Hot Docs 2023.